Habiendo
yo vivido de 1993 a 2002 en Venezuela, la repercusión mundial que tiene la
muerte de Hugo Chávez despertó en mi memoria muchos recuerdos encontrados. Como
hombre negocios, tuve algunas oportunidades de escucharlo en reuniones y
conversar con él, y debo admitir, que aunque muchas de las medidas que él
eligió tomar durante sus muchos en el gobierno no me parecen las más adecuadas
para lograr el fin principal que con ellas decía perseguir, que a mi entender
era mejorar la condición de vida de la gran mayoría de los venezolanos, su
temple y personalidad sí tuvieron un fuerte impacto en mí.
Me
acordé entonces de este artículo que guardé del genial Gabriel García Márquez,
publicado en febrero de 1999 en la revista Cambio de Colombia, en
el cual, especialmente en sus últimas frases, se refleja el ambiguo sentir que yo
también abrigo en relación Hugo Chávez.
El enigma de los dos
Chávez
Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez
Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que
lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma al general
Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. "¿Qué pasa?", le preguntó
intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el
Presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial de
La Casona. Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó
por teléfono para informarle de un levantamiento militar en Maracay. Había
entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de
artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez
Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto
desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El
Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular,
y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después
el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que
también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven
coronel criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de
palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un
triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el
presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos
enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña
electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve años
después.
El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia
en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a
Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como
presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos
conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes
Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de
cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un
venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por
culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y
milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A
medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no
correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través
de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real? El argumento duro
en su contra durante la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y
golpista. Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando
por Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la
democracia venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar
demócrata que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan
Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general
Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a
su vez, fue derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que
inauguró el período más largo de presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único que le ha salido
mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el lado
positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena suerte,
o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que sea el
soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en Sabaneta,
estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo. Chávez,
católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más de cien
años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel Pedro
Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de
maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo
dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela
materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque
tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera
que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura,
pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el
mundo lo reconocía por su repique. "Ese que toca es Hugo", decían.
Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo
primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de opciones, y él las
intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Ángel y
David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición regional.
Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del
cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La
opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su
cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas
era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del
escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los
bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel
académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo al
leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo
mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto consciente
con la política real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no
entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los militares
chilenos van a darle un golpe? Poco después, el capitán de su compañía le
asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía
comunista. "Fíjate las vueltas que da la vida", me dice Chávez con
una explosión de risa. "Ahora su papá es mi canciller". Más irónico
aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente que veinte
años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
"Además", le dije, "usted estuvo a punto
de matarlo". "De ninguna manera", protestó Chávez. "La idea
era instalar una asamblea constituyente y volver a los cuarteles". Desde
el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural. Un
producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y
alborozada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo
de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman,
y páginas enteras de Rómulo Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su
bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un
guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo
de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó
archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en
pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del
bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo
incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que
había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse
cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el
morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara
fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa
militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad,
como corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se prolongó por
varias horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a
caballo. "Yo estaba ya casi rendido, -me dijo Chávez-, pues mientras más
le explicaba menos me entendía". Hasta que se le ocurrió la frase
salvadora: "Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos
un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de
nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?". El capitán, conmovido, empezó a
hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo
cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un
dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de
historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.
"De esa época me vino la idea concreta de que algo
andaba mal en Venezuela", dice Chávez. Lo habían designado en Oriente como
comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones para
liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le
pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla de
soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los
puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse,
oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. "Era que los soldados
estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en trapos para
que no les quedaran marcas", contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel
que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que
torturara a nadie en su comando. "Al día siguiente me amenazaron con un
juicio militar por desobediencia, -contó Chávez- pero sólo me mantuvieron por
un tiempo en observación".
Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó las
anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero militar
aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal heridos en
una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que tenía varios
balazos en el cuerpo. "No me deje morir, mi teniente"... le dijo
aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete
murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: "¿Para
qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a
campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a
campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado,
ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie". Y concluyó en el avión
que nos llevaba a Caracas: "Ahí caí en mi primer conflicto
existencial".
Al día siguiente despertó convencido de que su destino
era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre
evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros
fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. "¿Con qué
finalidad?" le pregunté. Muy sencillo, dijo él: "con la finalidad de
prepararnos por si pasa algo". Un año después, ya como oficial
paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande.
Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982 cuando
ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida. Era ya
capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial de
inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, Ángel
Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres
entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el patio
de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. "¿Y el discurso?", le
preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel.
"Yo no tengo discurso escrito", le dijo Chávez. Y empezó a
improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una
cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina
transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y
los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe
Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento. El
comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para
ser oído por todos:
"Chávez, usted parece un político". "Entendido",
le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado
someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo:
"Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un
capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se
mean en los pantalones".
Entonces el coronel Manrique puso firmes a la tropa, y
dijo: "Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba
autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que
dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer". Hizo una
pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: "¡Que eso no salga
de aquí!".
Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los
capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez
kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón
Bolívar en el monte Aventino. "Al final, claro, le hice un cambio",
me dijo Chávez. En lugar de "cuando hayamos roto las cadenas que nos
oprimen por voluntad del poder español", dijeron: "Hasta que no
rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los
poderosos".
Desde entonces, todos los oficiales que se incorporaban
al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última vez fue durante
la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años hicieron congresos
clandestinos cada vez más numerosos, con representantes militares de todo el
país. "Durante dos días hacíamos reuniones en lugares escondidos,
estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con grupos
civiles, amigos. "En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer cinco congresos
sin ser descubiertos".
A estas alturas del diálogo, el Presidente rió con
malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: "Bueno, siempre hemos dicho
que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un
cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue
descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de
coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está
aquí con nosotros en este avión". Señaló con el índice al cuarto hombre en
un sillón apartado, y dijo: "¡El coronel Badull!".
De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de
su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular
que devastó a Caracas. Solía repetir: "Napoleón dijo que una batalla se
decide en un segundo de inspiración del estratega". A partir de ese
pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro,
el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico. "Estábamos inquietos
porque no queríamos irnos del Ejército", decía Chávez. "Habíamos
formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué". Sin embargo, el
drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados.
"Es decir -concluyó Chávez- que nos sorprendió el minuto
estratégico".
Se refería, desde luego, a la asonada popular del 27 de
febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos
Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era
inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. "Yo iba a la
universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en
busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la
casa", me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas.
"Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel:
¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no
están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran
reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al
coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle,
a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y
aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el
coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero
mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez,
es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera".
Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por un
ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía
corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada.
"Y entonces me paro y lo llamo", dijo Chávez. "Y él se monta,
todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para
dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va
mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y
le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada.
Quién va a saber, imagínese". Chávez toma aire y casi grita ahogándose en
la angustia de aquella noche terrible: "Tú sabes, a los soldados tú los
mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los
gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios
populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta".
"Y el instinto me dice que lo mandaron a matar", dice Chávez.
"Fue el minuto que esperábamos para actuar". Dicho y hecho: desde
aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi
por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable donde viví
tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida. El
presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita:
"Nos vemos aquí el 2 de febrero". Mientras se alejaba entre sus
escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció
la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres
opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar
a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un
déspota más.
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